Destopiqueando.

Este domingo andaba con agujetas (¡esa falta de costumbre!) y recibí la pregunta habitual: ¿merece la pena?

Claro que merece la pena. Dormir bajo las estrellas. Abrir los ojos y ver el contorno de las montañas. La osa mayor encuadrada en el collado. Andar por la montaña sin nadie alrededor. Distinguir tu objetivo. Compartir la cena con la mejor compañía que puedes imaginar. Llegar a una cima en la que no hay nadie. Mirar alrededor. Mirar abajo. Descender. Sentir el cansancio. Buscar el mejor sitio para bajar. Beber agua. Quitarte las botas. Tomarte una cerveza. Mirar al punto donde estabas hace unas horas.

Merece la pena, pero es muy difícil de explicar. Y no pretendo que nadie lo entienda. Igual que yo no entiendo encerrarse en un estadio para ver como otros hacen deporte.

Al poco tiempo la conversación derivó hacia el accidente de Óscar. Y volvió a surgir la misma pregunta: «¿Merece la pena?».

Y mi respuesta fue la misma: Sí, merece la pena. Merece la pena hollar una cima en la que nadie ha puesto los pies. Merece la pena el esfuerzo de aclimatación. Merece la pena escalar cerca de tus límites. Merece la pena compartir todo esto con un compañero. Merece la pena sentirse vivo.

Lo que no merece la pena es morir. La muerte está implicita en la vida. Y tan «inutil» es morir en una montaña, como en una carretera, o en accidente laboral, o en un encierro, o en una pelea discotequera.

Y no, nadie desea «morir en la montaña», ni «descansa donde querría».  Para empezar, no conozco a nadie que quiera morirse (ni los católicos, que tendrán una vida eterna mejor que la terrenal). Y todos pensamos lo mismo, morirnos muy mayores y, si puede ser, cerca de las montañas. Como Cassin. Pero, la estadística es funesta, y pierdes amigos en la montaña. También en accidentes de tráfico, o por enfermedad, pero esos números no parecen importantes a los ojos ajenos.

Y no, la montaña no es «asesina», ni «cruel», ni «se toma venganzas». La montaña son sólo piedras, hielo, nieve, viento, frío… Puede ser dura, inaccesible, peligrosa, pero no tiene sentimientos, no piensa, no decide a su antojo quien vive o quien muere. La montaña ya estaba ahí antes de que nacieran nuestros abuelos, y perdurará cuando nuestros nietos ya hayan desaparecido. Somos nosotros los que tenemos que leer las condiciones, escalarla y llegar a la cima. Y, aún así, no la hemos vencido. Porque no hay pelea con la montaña. No es nuestra enemiga.

Y no, el rescate no lo vas a pagar tú, para eso se contratan seguros. Y, aunque tuvieras que pagarlo tú, seguro que costaría menos que las actuaciones en accidentes de tráfico, o que los multiples rescates que tiene que efectuar el GREIM a imbéciles (perdón, no quería insultar a nadie, debí decir gilipollas) que arriesgan más de lo que pueden. Y yo escuché a uno jactarse de «haber llamado al helicóptero porque las niñas y él estaban cansados».  Eso es como impedir a un cirujano operar un corazón para curarte un catarro.

Y me jode que Corominas sea más conocido, y criticado, hoy por haber participado en un rescate fallido que por haber repetido la Magic Line y bajado por la normal.

Y no, ni entiendo de fútbol, ni de motos, ni de toros, ni me importa lo más mínimo, pero, de monte, un poquico sí.

PD: Para todos aquellos que escriben a, y en, los periódicos diciendo: «yo no escalo pero…», les recomiendo una película: LÍMITE VERTICAL.

Después de verla, piensen dos cosas:

– A: los que salen son actores, que no se mueren de verdad, sólo hacen como que se mueren. Lo pueden comprobar buscando otras películas con los mismos actores.

– B: El argumento es ficción. Por eso los militares son amabilísimos, y hablan perfectamente el mismo idioma que los aventureros, y los helicópteros vuelan muy alto, y se escala montando la reunión de abajo después de montar la de arriba…

Garmo negro. 3.051 mts.

Las mochilas llevan preparadas desde el 1 de agosto.

Cada viernes les decíamos lo mismo: «el viernes próximo, este va a llover».

Y, este fin de semana, aunque iban a llover estrellas, parecía estable.

Así que nos fuimos para Panticosa. ¡Al monte, al monte!

Tanto tiempo de espera me permitió maquinar, y, como fui incapaz de hacerle un regalo a la jefa para su cumple, compré una mochila, la llené, la escondí (dentro de la que se suponía que iba a llevar yo) y esperé para hacerle el regalo a «hechos consumados».

Mochilica nueva.
Mochilica nueva.

30 litros no dan para mucho, así que conseguí meter todo el fin de semana en dos mochilas de ¡¡9 kilos!! (supéralo Madclimber, si te atreves).

La tarde resultó nublada, menos mal, porque a las tres de la tarde no apetece nada andar bajo el sol.

Tres horicas de breve caminata nos dejaron a los pies del Garmo, nuestro objetivo.

Buscamos el mejor sitio para tumbarnos y montamos campamento.

Estupendas vistas, una bonita solución habitacional.

Y, a dormir; a las nueve durmiendo, a las diez viendo estrellas, a las once deseando haber nacido sin riñones, a las doce durmiendo, a la una viendo estrellas y las estrellas, a las dos descubriendo que la piedra de los riñones se podía quitar, a las tres pensando que ya no tengo edad para tonterías, a las cuatro durmiendo, a las cinco bebiendo agua (poquita, no fuera a tener ganas de mear y tener que salir del saco), a las seis viendo clarear, a las seis y media meándome mucho. Una preciosa noche.

Amanece, que no es poco.
Amanece, que no es poco.

Y, como estábamos en la vertiente buena, el sol nos calentó y ayudó a secar los trastos.

Despierta, mi bien, despierta. Mira que ya amaneció...
Despierta, mi bien, despierta. Mira que ya amaneció...

Desayuno; capucchino con sabor a la sopa de anoche, migas de galletas, bocadillo de chorizo. Recoger y, p’arriba.

Vámonos pabajo, que empieza a llegar gente.
Vámonos p'abajo, que empieza a llegar gente.

Cervecica en la Casa de Piedra, comernos los restos, cambiarnos de ropa y, p’a casica, que este fin de semana ya ha cundido.

¿La subida al Garmo? ¡Yo qué sé! Míralo por internet…

PD: hay más fotos.